Dos muertas: una esposa y una ciudad. Un viudo melancólico. Campanarios envueltos en brumas. Visiones crepusculares. Un doble. Una obra simbolista. El belga Georges Rodenbach (1855-1898) escribió una novela experimental en la que todos estos ingredientes se trenzan gracias a una cabellera flamígera en un cofre de cristal. Brujas, la Muerta.
Ahogado en un baño
de las trenzas de Annie (Edgar Allan Poe)
La novela corta del simbolista belga Georges Rodenbach, "Brujas, la Muerta", injustamente olvidada, bajo mi punto de vista, hasta hace poco no ha sido recuperada por los críticos, y –en algunos casos- casi parece que le hubieran hecho un favor editándosela. Para muestra, un botón: el de la introducción que le dedican en la edición de la colección Austral que estoy manejando para este trabajo:
"Identificó su obra con una ciudad que fue como el símbolo de las influencias y los ambientes vividos desde su infancia: hechizo melancólico, gris y tristón de Brujas, con sus horizontes brumosos, sus canales dormidos, las campanas discretas de sus templos y beaterios... Vida que más parece ser el reflejo de un pasado que destello de una realidad viviente. Y toda su obra, tanto poética como en prosa, rezuma idénticas características, que se quintaesencian en su novela Brujas, la Muerta. Por coincidir con la época, el público sintióse atraído por el hechizo enfermizo de los elementos constituyentes de la base esencial de aquella obra. Pero esta corriente carecía de profundidad, era demasiado superficial o epidérmica. Le faltaba, como si dijéramos, la misma materialidad que faltaba a sus temas: vaporosidades, brumas, vagas melancolías, ensueños imprecisos. Y por esta misma razón apagóse prontamente y no perduró. Tal vez un auténtico misticismo hubiera podido salvar la obra de este escritor, pero, por desgracia, su misticismo en nada se parece a los nuestros encendidos místicos españoles ni al profundo de los belgas primitivos. El mismo Berrearen, no obstante elogiar esta corriente poética y sentimental, ponía al descubierto su defecto básico. 'Misticismo fino –decía- pulidito, dominguero, misticismo de blanco de comunión que, con las manos juntas, se dispone a comulgar... calzado con sus sandalias blancas y piadosamente afelpadas'. La observación no podía ser más acertada. En efecto, la carencia de un ardor místico o de una auténtica e ingenua religiosidad hace superficiales muchos de sus pensamientos e ideas, llegando incluso a una evidente banalidad en algunos pasajes de sus reflexiones morales.
Esto no obstante, no podemos negar que Rodenbach tuvo su época, como la tuvo Brujas, la Muerta, la más característica y representativa de sus obras.
El correr del tiempo muda gustos, desvía corrientes y modifica criterios. Hoy Rodenbach casi está olvidado. Distamos mucho de los entusiasmos delirantes que un día suscitaron las penumbras y los tonos grises que nos trajo el norte europeo y que tanto contribuyeron a nublar el azul de nuestro cielo y lo diáfano de nuestra luz. Pero, precisamente por eso, puede impunemente exhumarse un pasado que, por lo representativo y característico de una época, sería lamentable relegar en un olvido definitivo”.
Conviene aquí recordar las palabras de Bachelard en "El agua y los sueños" acerca de esas imágenes que tanto enturbian nuestros cielos azules: “La imaginación profunda, la imaginación material, quiere que al agua participe en la muerte; necesita del agua para que la muerte conserve su sentido de viaje. Es comprensible entonces, que para tales infinitas ensoñaciones, todas las almas, sea cual fuere el tipo de funerales, deben subir a la barca de Caronte.(...) Por lo demás, ¿cómo podría relacionarse una fúnebre poesía con imágenes tan alejadas de nuestra civilización si no estuvieran sostenidas por valores inconscientes? La persistencia de un interés poético y dramático de una imagen racionalmente usada y falsa puede servirnos para demostrar que en un complejo de cultura se unen sueños naturales y tradiciones aprendidas”.
Este prólogo no tiene desperdicio. En primer lugar, no sé si el editor habrá llegado al final de la obra, que a mí nunca se me habría ocurrido definir como “misticismo fino, pulidito, dominguero, misticismo de blanco de comunión”. Y en segundo lugar, los motivos que el prologuista apunta para menoscabar el valor de la obra se me antojan tan vagos, brumosos y superficiales como los que él mismo achaca a la novela. Además, no sabía que los juicios de valor sobre la literatura dependían sobre criterios como las preferencias climáticas, preferencias que vienen a enturbiar nuestro chiringuito de sol y playa. De todos modos, no está en mis manos puntuar de 0 a 10 la calidad literaria de esta novela, por incapacidad y por falta de tiempo. Le damos las gracias, eso sí, a quien corresponda, por haber exhumado de entre las amenazantes brumas del norte este texto envuelto en el sudario delirante de una ciudad muerta. Deliremos, pues.
En una cosa acierta el editor: la novela es un reflejo, o más bien, un juego de espejos que confunden al protagonista acerca de las copias y los originales, todo ello envuelto en el ‘elemento melancolizante’ que es el agua. Delirante, sí, de eso se trata. De construir un simulacro de vida, un simulacro de ciudad, y un simulacro de personajes. Sería muy interesante analizar como se construye este fantasmagórico salón de espejos que es el texto, pero no es nuestro tema fundamental. Brujas, sin duda, es la protagonista de esta novela, el espacio se yergue en el protagonista, como lo hace en la novela de Thomas Mann, "Muerte en Venecia".
La acción tiene lugar en Brujas, ciudad a la Hugues Viane ha ido a vivir tras la muerte de su esposa, porque “a una esposa muerta le correspondía una ciudad muerta también” (B.M.: 26), es decir, porque se establecía una correspondencia entre el ambiente, la muerta, y el estado de ánimo de su protagonista. Hugues se afana en conservar todo tipo de retratos de su esposa muerta para que su imagen no se desvanezca, como lo hacen los reflejos sobre los canales de Brujas. Y lo que es más importante, coloca la trenza de su esposa fallecida en una caja de cristal (como si de Blancanieves se tratara) para poder adorarla siempre y que no se contagie del ambiente mortuorio:
“Del cadáver yaciente, Hugo había cortado aquella mata de pelo, que los últimos días de la enfermedad recogieron en largas trenzas. ¿No es esto como una piedad de la muerte? La Parca lo arruina todo, pero respeta las cabelleras. Los ojos, los labios, todo se anubla y se desvanece; los cabellos, sin embargo, ni se descoloran. ¡Sólo en ellos se sobrevive! Por eso, después de transcurridos cinco años del fatal desenlace, la trenza de la muerta apenas había palidecido... a pesar de la sal de tantas lágrimas” (B.M.: 19)
La cabellera, pues, mantiene la ilusión de vida, la ilusión del triunfo sobre la muerte y sobre el tiempo ausente. Hemos dicho que la cabellera se asociaba al tiempo por medio del movimiento. Entonces, guardándola en un cofre de cristal Hugo cree estar congelando el tiempo, llenando la ausencia dejada por la muerte con un simulacro de vida, creando también la ilusión de la inmortalidad del amor. Y es que, más adelante leemos: “Pero lo que sobre todo quería preservar Hugo de toda violencia eran los retratos de la pobre muerta, hechos en diferentes edades, esparcidos un poco en todas partes: sobre la chimenea, en los veladores y en las paredes, y, principalmente –un accidente a aquello le hubiera destrozado el alma- el tesoro conservado de aquella cabellera dorada, que no había querido encerrar en ningún cajón de cómoda, ni en cofrecillo oscuro -¡eso habría significado sepultar la cabellera en una tumba! –considerando mejor, puesto que seguía teniendo vida y era de un oro que no envejecía nunca, dejarla extendida y visible, como el resto de la inmortalidad de su amor”. (B.M.: 21).
La cabellera seguía teniendo vida, por tanto en cierto modo, servía de simulacro de vida. De encerrarla en un cofre, Hugo tendría que haber asumido la inevitabilidad de la muerte, tendría que haber puesto fin a su juego de espejos donde creía que se reflejaban los recuerdos de un amor vivido, eternizándose.
Elisabeth Bronfen, en un magistral estudio sobre las relaciones entre la muerte, la feminidad y la Estética, dedica uno de los capítulos a reflexionar acerca del tema de Blancanieves y su ‘encierro’ en un cofre de cristal que me parece muy adecuado rescatar aquí, puesto que su propuesta coincide con la idea de la ilusión de la conquista de las fuerzas destructivas de la naturaleza. La tesis general de su estudio es que la asociación entre la feminidad y la muerte que puebla el arte occidental –y que popularizó Edgar Allan Poe en su célebre, y para muchos, detestable frase “the death of a beautiful woman is, unquestionably, the most poetical topic in the world”. Esta afirmación, perteneciente a la “Filosofía de la composición” fue exorcizada por las feministas (quienes acusaron a Poe de misoginia) o por estudiosos como Mario Praz, que achacaron tal afirmación al interés morboso por la necrofilia que estaba en boga en el siglo XIX. Sin embargo, partiendo de la base de que una representación no es nunca la realidad, Bronfen analiza este postulado no para psicoanalizar a su autor (aunque sí que utiliza la metodología psicoanalista freudiana y lacaniana para argumentar sus propuestas) sino para descubrir qué relaciones existen entre estas tres categorías. El cuerpo muerto –inanimado-, concluye Bronfen, se convierte en un texto artístico o se puede comparar con uno (no en vano, corpus se refiere tanto a un cuerpo animal como humano y a una colección de escritos) que se comenta a sí mismo, con lo que se convierte en un auto-icono.
Si la muerte presupone la descomposición, es, por tanto, lo contrario a la idea de belleza, que se ha servido siempre de la unidad. Pero si representamos a la muerte de forma bella, entonces enmascaramos la inevitabilidad de nuestra descomposición. Pero, además, la belleza es sólo superficialmente la antítesis de la muerte, como pretendió demostrar Freud al dedicar un estudio a las tres gracias, en cuyos mitos se escoge siempre a la más bella y deseable, que coincide con la muerte, pues ésta suele ser una diosa de la muerte o representarla en algún modo. Juri Lotman estudia también mitos relacionados con la feminidad llegando a conclusiones similares: en varios mitos se suele dar la secuencia de ‘entrada en un espacio cerrado’-‘salida de él’, siendo este espacio cerrado una cueva, una tumba, una casa, una mujer (con las connotaciones correspondientes de oscuridad, calor, humedad) lo que demuestra la permeabilidad de las fronteras existentes entre conceptos como casa, tumba, útero. La forma femenina es una alegoría de la naturaleza, y por tanto es la nutrición y la destrucción al mismo tiempo. Al presentar en una imagen artística a una bella mujer muerta, sustituyendo así nuestra idea tradicional de un cadáver, que normalmente es asexuado, el cadáver se convierte en un auto-icono, una imagen artística que se refiere a sí misma pues los tres conceptos en ella representados –la muerte, le feminidad, la belleza- se refieren también unos a otros- .Y es frente a este mise-en-abyme donde el espectador, olvidando el referente real del icono artístico, experimenta sensaciones contradictorias: la muerte es irrepresentable, no tiene referente posible, sólo puede ser representada mediante metáforas pues no pertenece a ningún ámbito conocido; y sin embargo se le presenta un objeto que alude a ella. El sujeto toma contacto con la muerte al mismo tiempo que la niega.
Pero volvamos a Blancanieves. Blancanieves en el cofre de cristal, lo mismo que la trenza en el suyo, provoca una visión estética. De ahí la obsesión de Hugo por conservar todo tipo de retratos, su fascinación por la contemplación de objetos de culto en las iglesias que visita, contemplaciones que le sumen en un movimiento pendular agonizante entre la certeza de la finitud y la posibilidad de la inmortalidad. La cabellera en el cofre de cristal, provoca un tipo de visión idealizada, además, que produce la ilusión de vencer la inevitable desintegración y oscurece la probabilidad de la muerte de quien la contempla, que enmascara la ausencia. Como dice Bronfen:
“By embalming a beautiful woman she is idealised in a way that obscures the possibility of decay and with it the possibility of the survivor’s death”.
En el caso de Brujas, la Muerta no se trata de todo un cuerpo, sino de una cabellera, que por otra parte, no podemos decir que esté del todo muerta, dato que impide que la ecuación funcione con exactitud. No es un cuerpo, sino una parte de un cuerpo (ausente) que metonímicamente, sustituye al resto. Por tanto, la cabellera lleva inscrita en sí misma una ausencia y una presencia. En cierto modo, podríamos decir que es un elemento que se sitúa en la franja intermedia entre la muerte y la vida. Además, si añadimos que ciertas creencias sostienen que el espíritu de los muertos permanece de algún modo en los objetos que pertenecieron a éstos en vida, esta relación ambivalente se acentúa.
Para poder contemplarla a su sabor, en el amplio salón siempre invariable, había puesto aquella yaciente cabellera, en que “ella” se perpetuaba, sobre el piano, enmudecido para siempre -¡trenza cortada, cadena rota, cable salvado del naufragio!- Y para librarla de contaminaciones, del aire húmedo, que hubiera podido descolorirla o morder el metal, había tenido la idea, ingenua de no ser conmovedora, de colocarla entre cristales, en un estuche transparente: lecho de cristal donde reposaba aquella trenza desnuda, a la que iba a rendir culto todos los días. Para él, como para las cosas silenciosas que le rodeaban, parecía que esta cabellera estaba unida a su existencia y que era el alma de la casa. (B.M.: 22)
"Diariamente también, contemplaba el cofrecito de cristal donde la cabellera de la muerta, siempre visible, reposaba. No se hubiera atrevido a cogerla en sus manos ni trenzarla con sus dedos. ¡Esa cabellera era sagrada! Era el espíritu mismo de la muerta, y era preciso no tocarlo más. Debía contentarse con mirarla, con saber que estaba intacta, con asegurarse de que siempre se hallaba visible, esta cabellera, de la que acaso dependía la vida misma de la casa". (B.M.:68)
Aquí, la cabellera refiere también a la idea de temporalidad. A una temporalidad embalsamada, a la ilusión de un tiempo que en realidad no se mueve, y si lo hace, apenas es imperceptible. La realidad es un inmenso lago gris donde el silencio y la quietud se extienden como una sombra. Todo nos refiere a un espejo dormido donde apenas sí vemos reflejados los seres que lo habitan, y es que en verdad, Brujas es una ciudad ‘ofelizada’.
"Brujas era su muerta. Y su muerta era Brujas. Todo se fundía en un mismo destino. Era Brujas, la Muerta, ella misma, puesta en el panteón de sus muelles de piedra, con las heladas arterias de sus canales, en los que había cesado de latir la gran pulsación del mar".(B.M.: 27)
Tanto la ciudad como la fallecida (que, no anecdóticamente, carece de nombre: no deja de ser otra sombra, otro fantasma en el texto: al fin y al cabo, la muerta es la ciudad) están “ofelizadas”; incluso a la segunda, la muerta sin nombre, se la compara con Ofelia en un par de ocasiones. Es, por tanto, un tiempo dormido en las aguas, donde la similitud entre la muerte y el sueño se hace patente en cada línea. El tiempo es una realidad dormida que flota en las aguas muertas de los canales de Brujas. El tiempo es una cabellera que flota dormida.
La trenza es comparada con una “cadena rota”, un “cable salvado de un naufragio”. Tradicionalmente, la idea del lazo, del cordel, remite a la muerte y a la temporalidad: cortar el cordel significa cortar el fino hilo que nos une a la vida, un lazo cortado significa que se nos ha acabado el tiempo . Hugo salva la cabellera –lazo cortado- de la muerte, la embalsama en cierto modo, con la esperanza de arrebatarle un retal de vida a las aguas de la muerte. Pero la ambivalencia se muestra de nuevo: la cabellera ya está cortada, la cadena ha sido rota. Está rota pero vive porque la cabellera en sí misma contiene la fuerza telúrica de la vida, es fuente de vida, es fuego vital (no olvidemos que Rodenbach la pinta de un “rojo de ámbar”, cabellera flamígera que desprende calor y vida), es una llama que crea una ilusión de vida, luz que ilumina pálidamente los grises canales de Brujas. Es esta inestabilidad ontológica entre los reinos de la vida y la muerte, hasta cierto punto sintetizados en la cabellera, lo que crea un texto fantasma que casi es un nuevo espacio surgido de la fusión de estos dos mundos.
La inestabilidad se verá acentuada cuando Hugo encuentre, en una casualidad fatal, a una mujer cuyo parecido con la muerta le hace revivir su imagen y su recuerdo, que ya creía disolverse. Porque perder la imagen de la muerta, para Hugo, es rendirse a la fatalidad misma de la muerte. Al encontrar al doble de la fallecida, Hugo se sumerge en una nueva ilusión, un nuevo espejismo: el de borrar las diferencias entre la copia y el original, ilusión que de nuevo sirve para enmascarar lo irrevocable de la muerte. Los cabellos de la viva, que más adelante descubriremos que se llama Juana Scott, son el principal elemento que lleva a la comparación entre las dos, pues son “de un oro idéntico, color de ámbar y de capullo de seda, de un amarillo fluido igual al de la amada muerta.” (B.M.:32)
De aquí en adelante, Hugo quiere convertir a Juana en otro icono, como el de su cabellera en el cofre de cristal, para revivir en ella a la muerta (como sucede en el relato de Poe "Ligeia" y en la película de HitchcockVértigo), y por ello, no es más que lienzo donde quiere redibujar los rasgos de la fallecida, un maniquí donde revestir las formas de aquélla. Durante la primera fase de este proceso, parece que la ciudad muerta (y por tanto, su amante muerta) cobraran vida de nuevo: “Gemido, éxtasis del pozo que se creía dormido, y en cuyo fondo se adivina una presencia. ¡El agua no está muerta; el espejo vive!” (B.M.: 49)
Sin embargo, la analogía comenzará a tornarse en mascarada mediante un proceso de ironías fatales de las cuales la cabellera será uno de los catalizadores. Hugo descubre que la cabellera de Juana, que tan querida le es por ser el vivo reflejo dorado de la cabellera de la muerta, es teñida. A partir de es momento, el protagonista comienza a ser consciente de “la ficción en que vivía” (B.M.: 67). El hechizo suscitado por la apariencia se va diluyendo en los canales. En uno de sus últimos esfuerzos por resucitar el pasado, le pide a Juana que se vista con las ropas de la muerta. Tras un momento de vacilación, Juana accede, y exclama: “¡Tengo el aire de un viejo retrato!” (B.M.: 74) El lector puede percibir aquí la ironía que subyace en esta frase. Las diferencias comienzan a brotar y Hugo siente que su corazón se quiebra en esa “dolorosa mascarada”. La copia y el original cada vez se distancian más.
“Había traspasado los límites. A fuerza de querer fundir en una a las dos mujeres, había disminuido su semejanza. Mientras viviesen a distancia una de otra, con el muro de la muerte entre ambas, la ilusión engañosa era posible. Pero aproximadas, aparecían las diferencias.” (B.M.: 91)
El descubrimientos de estas diferencias que sólo la muerte puede salvar provoca una tensión creciente en el alma de Hugo, sobre todo cuando se da cuenta de que es Juana y no la muerta la que despierta su excitación sexual. Teme perderla pero al mismo tiempo siente que está cometiendo una infidelidad, y su conciencia atormentada proyecta la imagen de la muerta: “Recordó a la muerta. Parecía como si hubiese vuelto, como si flotara a lo lejos, envuelta en su mortaja entre la niebla.” (B.M.: 121)
Con esta imagen se anticipa el clímax final. Juana va casa de Hugo a petición de éste y comienza a mofarse de las reliquias de la fallecida que atesora en su salón-panteón. Y para horror de Hugo, con crueldad diabólica- aunque infantil- propia de las mujeres fatales del fin de siglo, Juana osa exhumar la cabellera de la muerta de su cofre de cristal: “Acababa de divisar sobre el piano la preciosa urna de vidrio y, para colmo de su audacia, levantando la tapa, extrajo, entre estupefacta y divertida, la larga cabellera, a desenrolló y la agitó en el aire. Hugo se tornó lívido: era una profanación. Tuvo la impresión de que se acababa de cometer un sacrilegio...” (B.M.: 143)
Este uso trivial de la cabellera, como si de un juguete o de un mero fetiche se tratase, cabellera que había sido para Hugo la reliquia de una santa, es más de lo que Hugo puede soportar. La trenza, al contacto con sus manos impuras, parece que se metamorfoseara en maligna; la cabellera misma parece fatal: “(...)desafiándole, suspendiendo a lo lejos la trenza, llevándola a su rostro y a su boca a manera de serpiente encantada, y enroscándosela al cuello como si fuera un collar de oro.” (B.M.: 144)
El abismo entre ella y su predecesora es ya insalvable. No tiene sentido seguir prolongando un simulacro de semejanzas entre la viva y la muerta que se ha quebrado definitivamente en el momento en que Juana ha osado levantar la tapa de cristal. El lazo, esta vez sí, se ha roto. Hugo forcejea para tratar de arrebatarle la cabellera, pero al ver que no consigue, en un acto de cólera, la estrangula con la trenza.
“Había muerto... por no haber adivinado el Misterio que existía en aquella casa, algo que no podía tocar sin incurrir en sacrilegio. Había puesto sus manos, ella, sobre la cabellera vengadora, esta cabellera que, tácitamente, dejaba adivinar que en el momento de ser mancillada había de tornarse ella misma en el instrumento de la muerte.” (B.M.: 145)
Esta descripción nos recuerda a la iconografía de la época, llena de Salambós, Salomés, y bellezas turbias a la manera de Franz von Stuck, imágenes en las que el malditismo y la animalidad de las mujeres se representaba por medio de la serpiente. Es más, Rodenbach conoció a Ferdinand Khnopff –destacable pintor de bellezas malditas- quien realizó ilustraciones para la primera edición de la novela. Por lo demás, la analogía entre la cabellera y la serpiente –cuyo epítome es la mítica Medusa- es frecuente en la época, por sus ondas sinuosas y su fascinum letal.
Hugo proyecta sobre la cabellera, apelando a su otrora santidad, sus propios actos a modo de expiación. En ese mismo momento, parece que todo muere de nuevo en la casa. La fuerza ígnea de la trenza se apaga, y con ella la muerte se revela como es, rompiendo el hechizo de la ilusión. Y sin embargo, sólo en la muerte surge de nuevo la semejanza que no se podía mantener en vida, sólo muerta puede restablecer Juana la relación de identidad que mantenía con la muerta, cerrando –provisionalmente- un círculo que parece se reproducirá infinitas veces, revelando el deseo de Hugo de mantener una ‘muerte-en-vida’, que prevé muertes sucesivas para poder mantener ese estado en que los recuerdos reviven al borde del abismo.
“Las dos mujeres se habían identificado en una sola. Si en vida se parecían, más semejantes eran aún en la muerte, que las había marcado con la misma lívida palidez. No se diferenciaban la una de la otra... único rostro que había constituido su amor. El cadáver de Juana era un fantasma de la antigua muerta, visible allí sólo para él.
Hugo con el alma que se remontaba a épocas pasadas, sólo recordó cosas lejanas: los comienzos de su viudez, a los que se creía transportado... Muy tranquilo, fue a sentarse sobre una butaca.” (B.M.: 145-146)