Al margen de la obra literaria de Arlt, considerado el iniciador de la “novela actual” argentina y que ha dejado huella en narradores como Cortázar y Onetti, este ensayo tiene un enorme interés para quien se interesa por el esoterismo por lo de certeramente desvelador que encierran sus páginas.
Sería aconsejable —cuando no, higiénicamente imprescindiblemente— que cualquier persona que se sienta atraída por ese puñado de saberes —tan sugestivos como que se quiera, y lo son mucho— conocidos como el esoterismo o el ocultismo leyera "Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires", de Roberto Arlt, en la edición de Drácena, donde viene acompañado por un extenso aparato crítico de ciento cincuenta y tantas notas, en las que se despeja al lector cualquier duda sobre un personaje histórico, mítico o concepto que le asalte durante su lectura, antes de dejarse llevar por esta sugestiva inclinación e iniciarse en sus procelosas —cuando no, enrevesadas— lecturas.
Afirmamos esto porque desde que Helena (o Elena) Blavatsky publicara sus divulgados y asombrosamente acogidos par de tomazos de "La doctrina secreta", en 1888, y dotase de un corpus doctrinal a su Sociedad Teosófica Internacional —que todavía existe— con los pretendidos conocimientos y sus manifestaciones legendarias y fenoménicas que allí se recogen y que luego se han propagado doquier, bien a través de la lectura directa de esta obra o bien porque han sido el patrón y hasta el manantial de erudición —con las imprescindibles cautelas necesarias— de muchas otras obras de autores más recientes y conocidos en la actualidad, muy pocos —al menos en la literatura en castellano— han pretendido advertir al lector del laberinto de confusión y embuste ante el que se encontraba; Arlt es uno de esos pocos, y lo hizo —si se quiere con más enojo que templanza, pero con un perspicacia inaudita para su edad: diecinueve años— en "Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires".
Esto, ya de por sí, constituiría aliciente suficiente para aconsejar la lectura de este breve ensayo; pues tras ella, cualquier persona iría suficientemente avisada sobre el enredo de mitos, dioses tutelares y manifestaciones taumatúrgicas en el que se va a ver envuelto apenas traspase las puertas del esoterismo en sus múltiples modalidades actuales; por supuesto, menos ceremoniosas y opacas que en la época de Blavatsky y sus primeros acólitos, como Olcott y Bessant; más, por así decirlo cotidianas y gentiles, pero no por ello menos confundidoras. Al contrario, su desparpajo y su proximidad actuales las convierte todavía en más atractivas y a sus “conocimientos” los dota como una pátina de mayor realidad, sin que por a ello hayan perdido el fondo de oscurantismo y de superchería del que emergen.
Tanto más cuanto el caso de Arlt encierra en sí mismo el ejemplo de un incauto sugestionado por estos saberes hasta que se desengañó y escribió este ensayo depurativo. Pues sus páginas no nacieron como un encargo periodístico, sino como fruto de ese inmenso chasco; un chasco que superaría este ensayo y que tendría ecos explícitos en algunos de sus personajes novelescos más truculentos.
Pero vayamos a los hechos; un par de años antes de la publicación de Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires por la revista "Tribuna libre", en 1920, Roberto Arlt, arrojado por enésima vez de su casa por su padre, trabajaba, medio acogido, en un chiscón de libros viejos de la calle Rivadavia. Allí entraba a menudo un tipo estragado y oscuro, intrigante por su sugestiva y frágil voz, que parecía, por sus argumentos y sus intrigadoras preguntas —no digamos ya por los escogidísimos y raros títulos que adquiría—, situarse sobre la vulgar existencia. En fin, un ser que parecía vagar por un mundo tan portentoso como áulico; tipo pues, subyugante, más todavía para un jovencito, como lo era Arlt, de enfebrecida imaginación por los folletones decimonónicos de Ponson du Terrail y de Alejandro Sue, desvelado por su devoción a la poesía simbolista francesa y con la mirada embotada por el melancólico modernismo que, bien es cierto, ya comenzaba a declinar en Europa. Nos situamos en una época cuando las sociedades teosóficas, las tenidas ocultistas y las publicaciones sobre estos asuntos —donde entraban y salían mitos a granel y se buscaban los cinco pies al gato de cualquier asunto y con cualquier pretexto— hacían auténtico furor entre la burguesía y aun entre los intelectuales más caracterizados.