Venerada señora: Si desea usted un factótum que obedezca todos sus mandatos y le preste los más sucios servicios me sentiría muy feliz si fuera yo el elegido para servir a mi distinguida y severa dueña; y si alguna vez osara yo desobedecerla podrá usted castigarme con el debido rigor (Carta de amor masoquista, circa 1900).
II. Flagelantismo divino:
La flagelación, aplicada como freno a las pasiones del cuerpo, fue tolerada y hasta prescrita por la iglesia católica, si bien, ya en 1349, Clemente VI condenó las doctrinas que atribuían un valor casi sacramental a esta práctica; y es que “el sufrimiento –según Fenichel– puede neutralizar la angustia ligada al placer, cuando se identifica éste con el pecado”.
“La asociación de la flagelación religiosa con sensaciones sexuales pervertidas” –advierte Kierman en su "Historia del celibato sacerdotal"– “se demuestra por las censuras de la Inquisición, que persiguió a los curas que, al imponer la flagelación como penitencia, la aplicaban ellos personalmente u obligaban a una mujer a que los azotase”. El profesor von Krafft-Ebing llama la atención sobre el fervor con el que María Magdalena de Pazzi –una monja carmelita del S.XVI– observaba la disciplina corneliana: “¡Basta, basta!” –suplicaba frente a sus hermanas, atadas las manos a su espalda, mientras los mortificantes disciplinazos de la superiora mordían su carne blanca– “No aticéis más la llama que me consume. ¡Ya recibo demasiado placer y deleite!”... En su célebre novela, Gustave Flaubert lleva a su San Antonio hasta el clímax de esta suerte de onanismo doloroso: “¡Toma! ¡Más aún! ¡Esto por ti!” –grita mientras se disciplina con furor– “Pero un escalofrío me recorre. ¡Qué suplicio! ¡Qué delicias! Son como besos. Mi médula se funde. ¡Muero!”
III. Flagelación colectiva:
Con propósitos más mundanos que los de los cruciferi o flagelantes del S.XIII, funcionaron en Berlín, encubiertas bajo la apariencia de clubes científicos, sociedades secretas en cuyos misterios los prosélitos experimentaban, en palabras de Roland Villeneuve, “deliciosas sensaciones bajo los golpes de las disciplinas” ("Le musée des suplices"). En Inglaterra –pueblo flagelante por excelencia– proliferaron durante los siglos XVIII y XIX clubes sicalípticos y auténticos burdeles de flagelación, como la célebre y concurrida Alegre orden de Santa Bridget. Y en Francia, asegura Guénole en "L’etrange passion", existieron discretos establecimientos “donde se reunían jóvenes como en una especie de ‘escuela’, en la que sádicos masculinos y femeninos daban clase con una vara de fresno”... También en París, algunos conventículos masoquistas se rodearon de parafernalia ocultista: “La Masonería de Adopción” –según el predicador antimasónico León Táxil– “fue instituida para dar satisfacción a los gustos de disolución de los Hermanos de temperamento libidinoso”. Los trabajos en el 5º grado del Rito del Monte Tabor –la divisa de sus adeptas era “a buen caballero buen hospedaje”–, se cerraban así:
–¿Qué hora es Hermana Inspectora?
–Es la hora en la cual las serpientes rosas despiertan para seducir a las novicias inconsecuentes, a las compañeras indiscretas, a las vestales distraídas y a las vírgenes locas, para causarles, a la sombra de goces pasajeros, remordimientos amargos y sin fin.
Cinco textos lacerantes para noches solitarias
“Encontré en el dolor y hasta en la vergüenza que me producían [los azotes de la niñera del filósofo], un elemento de sensualidad que me causaba más deseo que temor, de recibir otra vez el correctivo de la misma mano”.
(Jean-Jacques Rousseau: "Confesiones")
“–Sí, la amo a usted Damaris, la adoro como si fuera mi ídolo.
–Entonces será mi esclavo –respondió ella riendo, acariciando con su pequeña mano el armiño que adornaba su caftán”. br (Leopold von Sacher-Masoch: "Las hermanas de Saida").
“Cuando el gigante negro se relajaba en la parte inferior de los baños, la imagen de Burns asomaba a través de sus pensamientos: un desnudo cuerpo blanco con ansias de marcas rojas sobre él”.
(Tennessee Williams: "El deseo y el masajista negro").
Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde dentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis [Acerca del "San Sebastián" de Guido Reni].
(Yukio Mishima: "Confesiones de una máscara").
“Posa el pie sobre tu esclavo,
mitológica mujer, diabólicamente encantadora:
tiende tu cuerpo de mármol entre los mirtos y agaves”.
(Joan Perucho: "El colintro y la venus de las pieles").
Post scríptum: Sheena, la Venus de las pieles de leopardo
Durante los años 40 y 50 del pasado siglo, los diletantes del grafismo perverso encontraron no pocos motivos para alimentar sus fantasías fetichistas en las páginas de los “mosquito opera comics”, llenos como estaban de féminas rubias y asilvestradas como Abdola, Tarzella, Zegra, Tiger girl, Rulah, Cave girl o Drusilla: todas ellas huerfanitas y cazadoras, descalcitas y autoritarias; todas diosas o sátrapas en lujuriosas selvas centroafricanas y todas hijas de Sheena, la Reina de la jungla creada por el dibujante Will Eisner y el guionista Jerry Iger en 1937.
Su tarzánica majestad tiene en las viñetas un protegido blanco llamado Bob, a quien trata como a un inútil total e incorregible; la escena en la que Sheena confecciona su ceñido modelo de dos piezas –¡con la piel de un leopardo que acaba de matar!– y lo viste delante de él por primera vez, es típica de la iconografía cripto-masoquista: “Creo que a pesar de que eres una feroz luchadora” –responde el idólatra– “y de que tienes la fuerza de diez hombres ¡eres sobre todo una mujer!” Y si la relación con las sultanas de Sacher-Masoch no queda suficientemente clara, bastará recordar a Irma Dalstrem, la rubia domadora de sus sueños que, “vestida con un traje de satén blanco bordeado de armiño rojo”, somete con su látigo a fieras y adoradores morbosos como el príncipe Maniasko, trasunto literario del escritor austriaco.
... Y eso es todo lector, espero sumisamente tus más severas críticas.