Peter y Paul, dos entes muy diferentes pero que conforman un todo, a mitad de camino entre el peor de los ángeles y el mejor de los demonios, ataviados con un blanco inmaculado que se irá tiñendo de rojo con el paso de los minutos y que recuerda de forma descarada al Alex y resto de drugos de "La Naranja Mecánica" (1971) aunque huyendo del enfoque con que les dotó el maestro Kubrick. Y es diferente porque no actúan por instinto, es más, representan, especialmente Paul, el papel de presentadores de ese programa concurso en el que el director nos introdujo hace ya un rato. Un concurso de reglas estrictas y cuyo premio gordo consiste en perder la vida del modo menos cruel y vejatorio posible.
Estamos demasiado acostumbrados en el cine actual a que toda causa tenga su posterior efecto y precisamente están ahà de nuevo Peter y Paul para pulverizar otra regla, dejando patente de forma clara y directa, que las acciones más brutales, los instintos más bajos, pueden aflorar y de hecho afloran, sin un motivo aparente. No importan las confesiones, da lo mismo si como cuenta Paul, Peter tuvo una infancia difÃcil, sufrió abusos por parte de su madre o necesita dinero para costearse las drogas, y da igual porque ni es verdad, ni actúa por venganza, ni por lucro, ni tan siquiera por envidia. Además, y esto ya si que termina de cogerte desprevenido, ambos individuos demuestran un gusto exquisito y unos modales propios de dos personas de clase bien. Incluso en los momentos más escabrosos, y son unos cuantos, mantienen perfectamente la compostura y en las ocasiones en las que entablan conversación entre ellos evidencian un nivel cultural muy superior al de unos chicos de su edad.
Como espectador, uno trata de mantenerse al margen de una historia que le resulta repugnante, no involucrarse en exceso en el devenir de tan desagradables acontecimientos, establecer cierta distancia de seguridad ante esa espiral de violencia que ha ido in crescendo durante toda la cinta pero que a la vez parece demasiado cercana y creÃble, y sin embargo, es Paul de nuevo, en su papel de maestro de ceremonias quien mira y habla fijamente a la cámara para preguntarte si deseas ver más o el arma que elegirÃas para rematar a George. Da igual si pensabas que estabas lo suficientemente lejos como para sentirte seguro, si tiene que salpicar la sangre, Haneke se encargará de un modo contundente como solo unos pocos elegidos saben hacer, de que sea en tu cara y en tus manos, y hacerte sentir asà de alguna manera, cómplice de la barbarie.
El director, en un alarde de mala leche, aún va a jugar otra monstruosa baza, la consistente en no mostrar en ningún momento las escenas más desagradables. Se podrÃa haber cebado con varias de las imágenes de un trabajo que se mueve cómodamente, aunque no desde luego para el espectador, por el estrecho filo de cualquier producción de las llamadas ultraviolentas, y sin embargo, ha preferido enseñar solo lo justo o ni siquiera eso. Es consciente de que resulta muchÃsimo más efectivo y malsano dejar que seamos nosotros mismos quienes imaginemos lo que ha pasado, está pasando o inevitablemente, terminará pasando. Un nuevo gancho difÃcil de esquivar, otro golpe buscando el punto donde más duele.